Carta del Arzobispo por Navidad

A la Iglesia de Granada: a los sacerdotes, a los consagrados y consagradas, a todos los fieles cristianos y a todo el que pueda estar interesado en leerla.

Hermanos y amigos todos:

“Gracia y paz a vosotros de parte del que es, el que era y ha de venir; de parte de los siete Espíritus que están ante su Trono; y de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra. (Ap 1, 4-5). Así saluda el apóstol san Juan a las siete iglesias que están en Asia en el comienzo de su Apocalipsis (Revelación) de Jesucristo. En este libro de la Biblia se revela —y precisamente en un tiempo de dificultad y persecución— la victoria del Cordero, el único capaz de abrir e interpretar el libro de la historia del mundo; del Vencedor, que luchará todas las batallas hasta la victoria final lograda junto con su Padre y el Espíritu; y del Esposo, que en la Encarnación se ha unido a la humanidad con un amor esponsal eterno y eternamente fiel, —“Se ha manifestado la gracia de Dios”, “la bondad de Dios y su amor al hombre” (carta a Tito, 2, 11; 3, 4)—, y nos acompaña y nos guía a través del desierto del tiempo, hasta el banquete de bodas final, que ya nada ni nadie podrá ya interrumpir. Este último libro de la Sagrada Escritura ilumina nuestra situación en la tierra desde la perspectiva luminosa del cielo, para que veamos a Dios en nosotros, luchando junto a nosotros en la realidad, a veces tan dolorosa o tan cansina, que vivimos día a día.

Mañana por la noche celebramos la Navidad, el acontecimiento único que llena de luz y de sentido la historia, y también el drama de nuestras vidas: el acontecimiento único que sucede dentro de la historia, pero que la abraza toda entera. Y en este precioso día os saludo a todos con una palabra de esperanza y de alegría, porque el amor de Dios manifestado en Jesucristo es más grande y más fuerte que todo nuestro mal, que todas nuestras pequeñeces y miserias, que todas nuestras oscuridades, nuestras confusiones y nuestras incertidumbres. Saludo especialmente a los enfermos, a sus familiares, a los que lloran la pérdida de sus seres queridos en circunstancias imprevistas e inhumanas, a los que viven en soledad, a los ancianos, a los que pierden su puesto de trabajo o su negocio, a los inmigrantes y a los que no pueden llegar a final de mes con sus mínimos ingresos. También quiero unirme con afecto y gratitud a todo el personal sanitario, a los docentes, a los padres y madres de familia —héroes anónimos, cuya grandeza sólo Dios conoce—, y a todos los que desde su ámbito de trabajo o responsabilidad no caen en el “¡sálvese quien pueda!”, y buscan el bien de todos sin mirar banderas, diferencias, ideas u otros intereses. Me dirijo especialmente a todos los voluntarios de Cáritas y de tantos grupos, comunidades eclesiales y organizaciones de todo tipo (creyentes y no creyentes) que tratan de ayudar a los que sufren de uno u otro modo, a los que padecen necesidad; me dirijo a todos los que han están volcándose para servir a los demás, de cerca o de lejos, dando lo mejor de sí mismos. También me dirijo de manera especial a los sacerdotes y consagrados que cargáis, junto con Cristo, tantas angustias y necesidades, tantas ansiedades. Mil gracias a todos en nombre del Señor.

El pueblo cristiano hace suyos “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren […] Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (GS 1). En medio, también, de nuestro miedo y de nuestra debilidad, los discípulos de Cristo experimentamos la fuerza del cielo que “nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios” (2 Cor 1, 4).

Ya hacía tiempo que el mundo estaba desajustado, y la pandemia no ha hecho sino visibilizar y agudizar nuestros males. Especialmente la falta de sentido de la vida, y muy ligado a esta raíz decisiva, la no inexistencia de verdaderas comunidades humanas, a veces incluso de una verdadera familia o de verdaderos amigos, el individualismo y la soledad. Todo esto, unido a la transformación del vicio de la avaricia en la virtud fundamental de la vida social, acaba destruyendo nuestra misma humanidad tanto o más que el propio virus. El virus, con todo el dolor que le acompaña, es también un fuerte llamado a recuperar y a encontrar formas de vivir una humanidad que llevábamos mucho tiempo dejando que se perdiera. Y no podemos dejar de alegrarnos por todos los signos de una humanidad bella y buena que se han puesto de manifiesto en este tiempo, de que en medio de estos meses de zozobra han florecido la solidaridad, las aportaciones para alimentos y otras muchas clases de ayuda, la conciencia de que todos tenemos necesidad de todos, la sensibilización social.

Pero lo primero que la pandemia ha hecho es que ha multiplicado de entrada, y para miles y miles de personas, los problemas económicos y sociales. Ha aumentado el paro, hay personas con dificultad para cobrar los ertes, necesitados sin la ayuda del ingreso mínimo vital, inmigrantes sin documentación legal y alejados de su familia, negocios cerrados, despidos sin indemnización, exceso de burocracia, precariedad en la vivienda (tres familias compartiendo un mismo piso) y otros muchos tipos de pobreza humana. Son familias y personas vulnerables que estaban mal económica y socialmente antes del coronavirus y ahora están peor. Luego —y no son las más pequeñas— están las pobrezas humanas que nacen de la descomunión y el desamor. O de la soledad. O de la incapacidad educativa de una sociedad montada sobre la búsqueda del bienestar a cualquier precio. Es verdad que también existen muchas familias cuya situación económica apenas ha cambiado desde esta pandemia y que de una forma u otra mantienen su estabilidad, pero en medio de muchos miedos e incertidumbres. El incremento de las rupturas y las separaciones familiares, y de las plagas del alcohol y de la droga, son otros aspectos —otra cara— de los mismos problemas.

Mirando a la realidad de las periferias existenciales, como constantemente nos invita a hacer el Papa Francisco, vemos a nuestro alrededor muchísimas necesidades: comida, agua, electricidad, acceso a la vivienda (alquiler de pisos o de habitaciones), ropa de vestir y del hogar, conseguir un trabajo decente, ayuda psicológica y asesoramiento —legal, fiscal y laboral—, artículos de higiene personal, leche y otros artículos especiales para bebés, mobiliario, electrodomésticos, vajillas, juguetes, colchones… Todo esto va unido a una fundamental necesidad, pocas veces explicitada suficientemente, de pertenencia, de participar en la vida de una comunidad, de saber que eres importante para los demás, de tener amigos y familiares de referencia, de ser acogidos e integrados. Y a través de todas estas necesidades y en ellas, se pone de manifiesto sobre todo, la necesidad de un Amor activo y concreto que dé sentido a toda la vida y a todo en la vida. Que dé sentido a la vida y a la muerte, al amor humano y a la amistad, pero también al mal y al sufrimiento. En todo ello juega un papel decisivo la parroquia con esa capilaridad que le hace posible llegar, a través de unos u otros, a todos, o a los más posibles, y especialmente a los vecinos. También la familia, si evita aislarse en un pequeño nido cerrado de seguridad, y se abre a otros familiares y a los vecinos (cf. la carta encíclica del Papa Francisco Amoris Laetitia [“La alegría del amor”], 187); y los amigos, cuando la amistad busca establecer relaciones de verdadero afecto y conocimiento con las que se crece juntos, y está abierta a que el círculo crezca; las comunidades religiosas y los colegios, las asociaciones, hermandades y movimientos, que ponen de manifiesto la lozanía de una Iglesia viva, y la existencia de sectores de una sociedad madura, libre y responsable. En este momento todos somos llamados a ayudar a sostener a las familias y a las personas, a la medida de nuestras fuerzas, en medio de tantas dificultades.

Esta realidad de dramas y necesidades, que ha acompañado casi siempre a la humanidad a lo largo de los siglos, puede seguir por un tiempo, acaso por mucho tiempo, puede incluso agudizarse en ciertos lugares o en ciertos momentos. En todo caso ha hecho saltar por los aires, para todo el que quiera verlo, la ideología de un progreso lineal, siempre ascendente, siempre a mejor, y vinculado a un crecimiento económico imparable, y a un desarrollo tecnológico siempre creciente. Por supuesto que no es consuelo el que esta situación afecte a todo el mundo, y el que haya países en condiciones mucho más duras, humanamente hablando, que las nuestras, que vivimos al fin y al cabo en un país de los que se llaman “desarrollados” (aunque hemos de ser conscientes, al menos de dos cosas: que entre nosotros, aun siendo un país “rico”, se dan muchas situaciones verdaderamente inhumanas, y que en países en los que la población vive en condiciones económicas y humanas mucho más deterioradas y pobres que las nuestras, hay con frecuencia una alegría y una humanidad que los “ricos” desconocemos). En todo caso, el presente nos llama a actuar, lo mejor que sepamos, y a llegar hasta donde podamos. Algunos problemas los podremos aliviar, otros no. Pero siempre podremos querer más, querer mejor. Y para eso necesitamos —en primer lugar, quienes nos decimos cristianos, quienes estamos bautizados— ser sostenidos por la gracia de Cristo y por “la esperanza que no defrauda”, esto es por la esperanza en el Dios Vivo, que ha venido a compartir nuestra condición humana y a sembrar en ella el Amor sin límites de la vida divina. Y es que, si no hay esa esperanza, si no hay un horizonte de Amor eterno, ni siquiera la vida humana termina importando mucho. En realidad, nada importa nada, como vemos todos los días alrededor nuestro. Y ese es el significado verdadero de la Navidad, es más urgente y más vivo cuanto más difíciles sean nuestras circunstancias.

En todo caso, el mundo que salga de la pandemia no va a ser ya nunca igual al que teníamos antes. Y en más de un sentido, eso puede ser un bien, si sabemos discernir los signos de los tiempos y orientarnos hacia unos fines más dignos de nuestra humanidad que la monotonía vacía de una vida que se gasta entre la producción y el consumo. Por supuesto, que todos podemos cooperar a la medida de nuestra fuerzas y de nuestras posibilidades a aliviar la situación social y económica (y humana) del país y del mundo. Todos podemos y debemos resistirnos con todas nuestras fuerzas al deterioro de nuestra humanidad, a los recortes de nuestra libertad (o peor, de nuestro aprecio mismo por la libertad), y de las exigencias de amor que hay en nuestro corazón. También esperamos que, a partir de la vacunación, pueda comenzar a mejorar algo nuestra situación económica y social, que se abran nuevas ofertas de trabajo y de empleo, y que algunas o muchas cosas puedan mejorar. Pero mejorar no es volver a un vértigo de consumo que en buena medida nos ha llevado a donde estamos. Nadie puede llamar “normalidad” al mundo en el que hemos estado viviendo, al mundo del capitalismo global y de la supuesta sociedad del bienestar. Por supuesto, es imprescindible pedir un discernimiento que nos ayude a tener un juicio justo del pasado inmediato y del presente. Porque lo que es seguro es que las versiones de la historia, las apreciaciones de la cultura “oficial”, los juicios dominantes en el mundo en el que vivíamos no nos sirven. Ya no sirven. Y ese discernimiento, esa reflexión y asimilación de lo que esta sucediendo, necesita tiempo y libertad de espíritu (y mucha oración y gracia de Dios).

Mientras tanto, quedan días de vértigo y ansiedad para muchas familias y personas que no pueden llevar el pan a su casa. Es necesario que todos nos estiremos un poco para remediar o paliar en estos meses la situación de muchos hermanos necesitados. Dejarlos solos, a la deriva, en la calle y sin calor de nadie, es un fracaso social y humano que no nos podemos permitir. Es el momento de hacernos prójimos a los más próximos, de mirar la realidad con ellos y desde ellos. Para ello es necesario agudizar nuestra capacidad de observación para ver las necesidades de los vecinos, de los inmigrantes sin trabajo e, incluso, de los propios familiares. Hacer lo que se pueda. Cáritas, gracias a su amplia presencia en la sociedad a través de las parroquias, hace mucho. Pero en estos momentos tan delicados no podemos pedirle que lo haga todo. Es necesario el esfuerzo de todos, cada uno desde donde está. En la oración, Dios nos irá haciendo ver a cada uno lo que todavía podemos dar de sí, y en la amistad con los pobres encontraremos una riqueza para vuestras vidas que tal vez ni siquiera nos imaginamos. “La opción por los pobres debe conducirnos a la amistad con los pobres” (Fratelli tutti 234).

“Se nos ofrece una nueva oportunidad, una etapa nueva. No tenemos que esperar todo de los que nos gobiernan, sería infantil. Gozamos de un espacio de corresponsabilidad capaz de iniciar y generar nuevos procesos y transformaciones. Seamos parte activa en la rehabilitación y el auxilio de las sociedades heridas. Hoy estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia fraterna, de ser otros buenos samaritanos” (Fratelli tutti, 77). Imitad el ejemplo del Señor, el Buen Samaritano. Él, con su Padre y el Espíritu Santo, decidió hacerse nuestro próximo cuando Adán, el primer hombre, engañado por Satanás, cayó en el pecado y cerró su libertad al amor. Él se hizo nuestro prójimo cuando bajó de los cielos buscando a la oveja perdida, cuando se encarnó en las entrañas virginales de María y nació niño en la noche de Belén. Él se hizo nuestro prójimo en la vida oculta de Nazaret y, luego, en su vida pública cuando se acercó a todos: pecadores, enfermos, endemoniados y a los que estaban como ovejas sin pastor. Él se hizo prójimo de nuestros difuntos cuando murió en la cruz y fue sepultado. Y Él, resucitado al tercer día, sigue haciéndose nuestro prójimo en el día a día de nuestra vida y, sobre todo, cuando nos lleve con Él a la gloria de su Padre.

Seguir a Cristo es caminar tras sus huellas, hacer sus obras y participar de esa vida en fraternidad que Él nos regala. Él vino un día, y viene hoy, y seguirá viniendo cada día a hacerse nuestro prójimo, a entrar en nuestras vidas. Y dentro de nosotros, su Iglesia amada, su pueblo santo, sigue haciéndose prójimo de pobres y afligidos. Dejemos que Él, dentro de todos y de cada uno, siga convirtiéndose en buen samaritano para otros. “Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza” (2 Cor 8, 9).

¡Feliz Navidad a todos!

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